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Lo que me enseñó mi gatito
El primer gato que formó parte de nuestra familia era una refugiada, pues apareció en la universidad donde trabajaba yo y la encontraron, pequeña e indefensa. ¡Había que rescatarla! Y no había quien la cuidara. Mientras encontraban a alguien, al fin me convencieron de que le diera hospedaje temporal.
Claro, mi deseo secreto era quedármela, pero mi esposo había visto que otras mascotas ensuciaban los pisos de los hogares. Pronto vio que estos animales son bastante limpios, se bañan solitos y con frecuencia y saben “poner la basura en su lugar”. Al fin se quedó nuestra refugiada, la primera de varios más de su especie. El gatito actual es Negrito, Puga o lo que se nos ocurra llamarle. Al observar su comportamiento he pensado en algunas aplicaciones a mi propia vida.
Ama a su amo. O más bien a su ama, que soy yo. Se sube de un salto a mi regazo y se pone a ronronear, aun antes de que lo acaricie. Simplemente disfruta estar conmigo; es menos egoísta que otro gato que tuvimos, que me empujaba la mano con su cabeza con insistencia, hasta que lo rascara. Y me pregunto: ¿Me regocijo por estar en la compañía de Dios, o lo busco solo para pedirle lo que me conviene?